miércoles, diciembre 27, 2017

Navidad Ocotlense



CRÓNICAS RENATIANAS Y EMILIANIANAS

Nota: Tome sus precauciones, este texto puede robarle varias horas de su valioso tiempo.

Navidad Ocotlense

Cuenta la leyenda que desde hace mil años, no, menos, como cinco mil, la familia de la mamá de los pollitos espera con ansias que llegue diciembre para emprender la largada a tierras jaliciences y celebrar las fiestas con los cosmopolitas oriundos de la hermosa metrópoli de Ocotlán. Bien, pues este año no fue la excepción; luego de organizar cada detalle desde las primeras horas del uno de enero, la fecha prometida llegó. Es preciso mencionar que los preparativos para la celebración de la Navidad y la cena de fin de año contemplan, obviamente, el menú, la mansión donde se llevará a cabo el magno evento (aunque siempre es la misma), la asignación de cuartos para cada célula familiar que asistirá al banquete, el tipo de licor que se servirá y la forma en que la chilanguería arribará a la capital de los muebles. Es tradición, también, que la abuela (materna) de los pollitos se vaya de avanzada, pues es a la que más le comen las ansias desde por ahí de febrero, que es más o menos cuando se regresa a la cedeemeequis.

Como en (me atrevo a decir) el noventa porciento de las familias mexicanas, la negociación para pasar una fecha con un bando y la otra con el otro, tuvo sus vicisitudes, pero al final se logró un buen acuerdo: este año le tocó a la sucursal del Fray Bernardino ser digna de compartir la sagrada cena de Navidad en el fantástico suelo ocotlense, para después ser testigos del fin de año e inicio del nuevo en la contaminada chilangolandia. Pero el universo no se la puso tan fácil a los cuatro orates del centro sur de la ciudad, noooooo, el bendito destino les tenía preparada una sorpresiiiiiiita, un topecito, un incidente tamaño la sangre de la abuela paterna marca quinientos veinticinco miligramos de glucosa por decilitro y la presión arterial indica ciento cincuenta/cincuenta. Lo bonito del asunto es que eso ocurrió un día antes de la fecha programada para emprender el viaje al único lugar en el mundo donde se puede producir tequila de verdad, el mismo día que la hermosa mamá de los mocosos tenía la fiesta de fin de año de su lugar de trabajo y que organizó (prácticamente sola) por meses, el mismo día que esa misma mamá de los mocosos y el papá de los mismos monos cilindreros tenían programada la entrega de un proyecto importante ahora que son empresarios (ah, ¿no les he contado eso?, bueno, se aguantan, a ver si luego les platico).

La cosa es que a las dos de la tarde el barbón histérico estaba con su madre en el hospital esperando que los médicos hicieran lo suyo y sacaran de la crisis a la abuela de los changos. La mamá estaba con los primates en el salón de fiestas organizando los últimos detalles. El hermano del papá de los hobbits se estaba enterando por guatsap de que su mamá estaba en el nosocomio, la familia de ese hermano estaba en tierras hidalguenses para pasar las fiestas con su otra familia que radica allá (esperando al jefe de familia) y los ocotleneses pos… ni enterados. El tío chico se hizo cargo de sus desconcertados sobrinos una vez que fue imposible mantenerlos en la pachanga de la empresa de mamá. Para la noche llegó al hospital el hermano del papá de los pollitos y se quedó ahí mientras el energúmeno papá-natas iba al rescate de los enanos. Aquí resumiré todo fácilmente, pero fue mucho más complicado aquel día: un hijo de la abuela que estaba en urgencias se quedaría con ella, el otro se iría con su familia fuera de la ciudad, cuando el segundo estuviera de regreso el primero se convertiría en el viajero… ¿sí? ¿lo expliqué fácil? Bien, continuemos.

Para no aburrirlos más, supongamos que les conté todos los detalles de cómo salió la abuela del hospital, cómo les fue al tío y a los morros, cómo terminó la mamá de los demonios luego de su fiestota, cómo fue la organización para llevar a cabo el viaje y cómo estuvo el camino de siete horas hasta la latitud 20.4345 longitud -103.8631; dije supongamos porque no se los voy a contar.

El recibimiento en el palacio ocotlense, como siempre, inmejorable, desde el primer segundo nos hacen sentir queridos, nos abrazan, nos saludan con sonrisas, nos regalan miradas de buenaondés, nos brindan todo lo que hay… nos hacen sentir de lo mejor pues. Minutos después ya todo eran risas y chistes y pedos y eructos y anécdotas y pormenores de lo que había ocurrido en los últimos trecientos sesenta y cinco días. Para la noche ya habíamos tragado como porcinos, los morros ya estaban empanizados y felices y el acomodo en los cuartos ya estaba perfectamente designado por las organizadoras del evento. Para el día siguiente las idas al supermercado, a la plaza, al centro, a la tienda, a las vías del tren, al mercado y otra vez a las vías del tren nos tenían molidos para las seis de la tarde, pero no había tiempo para quejarse porque era Nochebuena y la cena comenzaría en poco tiempo. En lo que nos bañábamos, nos disfrazábamos de gala y nos perfumábamos para estar mínimamente presentables para los demás invitados, los suculentos aromas de los deliciosos platillos en proceso bañaban el ambiente de toda la morada, la música hacía su aparición en volumen bajo, algunos de los presentes ya brindaban y las risas se escuchaban en cada conversación (lo cierto es que las risas en esa casa nunca paran).

Entre pastas, carnes, frutas, harinas, variedad de chiles picantes y abundantes botellas de alcohol destilado acompañadas de aguas carbonatadas con sabores extraños (la plebe los conoce como refrescos), el entorno se tornaba exquisito. Pero aunque todos estábamos hambrientos y sosteníamos los cubiertos listos para la gran batalla, la instrucción de la abue de los morros era “hasta las doce y después del brindis”, ni hablar, donde manda capitán no gobierna marinero. En punto de las doce hicimos el brindis de manera solemne, cada invitado con su copa de cristal cortado en mano la levantó para desear paz, dicha y prosperidad a todos los presentes y al resto de la humanidad. Entonces el abue de los locos peligrosos alzó la voz y solicitó la atención del respetable para lanzar una serie de misivas cargadas de emociones y sentimientos; en segundos la chilladera y los jalones de mocos se escucharon por todo el recinto, los pañuelos de ceda ayudadan a secar las lágrimas y contener los fluidos nasales de la conmovida burguesía. Minutos después el mismo abue conminó a los oyentes a hacer lo propio, los invitó a soltar los sentimientos y hacerlos públicos. La abuela correspondió a la petición y liberó frases que conmovieron aún más a la multitud, se escuchaban vítores y porras a lo lejos, retumbaban los tambores en el reino y los instrumentos de viento sonaban por todo el castillo, la muchedumbre lanzaba consignas a favor del rey y la reina y los fuegos artificiales… no… esperen… me emocioné un poco… estaba en queeeeee… ah sí, las emotivas palabras de la abue hicieron chillar más a los sensibles ocotlenses y a los sentimentales chilangos.

Le siguieron en el uso de la palaba la mamá de los pollitos, los tíos chilangos y uno que otro ocotlense (todos más a fuerzas que de ganas, argumentando que la chilladera no les dejaría hablar). Luego de largos minutos, que se sintieron como unos segundos, los aventados que se animaron a hablar terminaron sus participaciones para dar pie, al fin, a la gran comilona digna de cualquier reino que se presuma decente.

Este que escribe no participó en los conmovedores, emotivos, sentimentales, emocionantes y sensibles mensajes, y no porque no quisiera o porque estuviera con los mocos hasta el suelo y las lágrimas brotando como fuentes públicas, no, sino porque pensó que era un momento absolutamente privado entre un núcleo familiar que tiene una historia detrás con grandes acontecimientos y con fuertes y estrechos lazos, no quiso ser un intruso y prefirió que cruzaran sus andanadas de amor entre ellos; además, éste pseudonarrador es mejor escribiendo que hablando. Por eso aprovecho este espacio para decir lo que el abue de los chamacos solicitó.

Alzando la copa de cristal cortado que me prestaron en aquella mansión y dando un breve sorbo a la fina champagne que contenía, me permito verborrear lo siguiente:

A los ocotlenses es fácil quererlos, porque así son ellos. Los conocí hace ocho años, casualmente, en la Ciudad de México, cuando la loca peligrosa fue bautizada (debo aclarar que fue decisión exclusiva de la mamá) y festejaba su primer año de vida fuera de la panza de su hermosa madre. Aunque en aquella ocasión despreciaron mi invitación a pasar la noche en casa del barbón (que aún compartía departamento con otro fulano), se dieron a querer fácil, me aceptaron cariñosamente en su círculo y me adoptaron como parte de la familia. Un año más tarde yo visitaba por primera vez sus terrunios. Siempre bien recibido, siempre procurado, siempre terminando con dolor de panza por tanta comida y por las carcajadas continuas. En una ocasión no fue posible estar con ellos para los festejos de Año Nuevo porque mi padre pasaba sus últimos días en este plano; solidaria conmigo, mi bella esposa se quedó para hacerme compañía con una panza de tres meses de embarazo y una cachorra de tres años. Al otro año estuvimos ahí y, aunque mi mente y mis sentimientos estaban divididos, ellos me hicieron olvidar todo la mayor parte del tiempo, sin pensarlo, sin esforzarse, sin proponérselo, porque así son ellos; así es cada año. Esta vez fue lo mismo, aunque mi mente y espíritu estaban con mi madre y mi hermano en la capital del país, los ocotlenses me hicieron olvidarlo y vivir el momento sólo ahí, porque así son ellos. Les agradezco todo, siempre, porque lo hacen sin esfuerzo, lo hacen de forma tan natural, tan auténtica, tan espontánea, tan real, tan sincera que es imposible resistirse, porque así son ellos.

La familia chilanga de los ocotlenses es igual, me han llenado de cariño y apapacho desde siempre, pero estas crónicas no son para ellos, as que se aguntan.a ellos, ascariño y apapachos desde siempre, pero estas crural, tan autç la mayor parte del tiempo, sin pensarloí que ni modo, que se aguanten, luego les escribo algo.

La cosa es que el banquete fue, también, como todos los años: abundante, suculento y atascado de risas. Luego de la comilona llegó el momento de la cantada y ahí fue la demencia absoluta, bastaron dos segundos para que la más grande de los hermanos ocotlenses rompiera la noche con sus finas, delicadas y tersas notas provenientes de su esbelto cuerpo; si se puede describir el momento diría que fue un híbrido entre la Chilindrina, María de Todos los Santos, la Tigresa del Oriente y cualquier participante de cualquier reality barato de cantarines aficionados. Las próximas cuatro horas fueron de carcajeos incontrolables que a más de uno le provocaron lágrimas de dolor, calambres en las mandíbulas, espasmos musculares en el abdomen y gotas de orín involuntarias.

Para terminar, es preciso mencionar que el morro del dedo cortado y fracturado (que por cierto ya fue dado de alta por el especialista y no requirió de un solo día de terapia de rehabilitación), tiene un karma muy extraño con el tren que cruza la urbe jaliciense en cuestión, pues de los cuatro años que lleva visitando dicha población no lo ha visto ni una sola vez en movimiento, lo más que ha logrado vislumbrar es el último vagón luego de salir echo madre con su mamá y su papá al escuchar el silbido de la locomotora. El veinticuatro de diciembre fuimos un par de veces a esperar al mentado convoy, pasamos casi hora y media en las vías sin tener suerte, pero eso sí, el veinticinco pasó cuatro veces el bendito tren, pero el morro estaba suficientemente decepcionado como para intentar salir corriendo otra vez, la esperanza murió para él este año, aunque para el próximo revivirá con mas fuerza, estamos seguros.

Mientras tanto, la morra que ya cursa los nueve años la pasó bomba como todas las veces, a ella no le importa el tren, ni las vías ni nada, sólo va al reventón y a ser apapachada por todos, lo tiene muy claro.

Y ya mejor me detengo aquí porque si no esto se convertirá en un texto que necesitará capítulos y hasta volúmenes.


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Bai.

jueves, septiembre 28, 2017

Los héroes no anónimos

CRÓNICAS

Los héroes no anónimos

Miércoles 27 de septiembre de 2017. Ocho días después del sismo. Luego de respirar un poco en estos días donde el aire a veces no pasa, sacudirnos algunos pesares y sacar uno que otro sentimiento atorado; la morra, el morro, la mamá de los morros y el papá de los morros nos dimos a la tarea de localizar algún albergue para donar juguetes y ropa a las familias que los habitan temporalmente. Las donaciones ya las teníamos en bolsas desde el fin de semana (gracias a las manos santas de los dos jijos de su hermosa madre y a las de esa bella mujer). El canal de Zello (bendito Zello) “Alberges 2017” nos proporcionó datos valiosos sobre los lugares que están recibiendo ese tipo de apoyo; la doña habló a tres de ellos y finalmente decidimos por el “San Jorge” ubicado en Tuxpan 30 de la colonia Roma (tan lastimada la Roma, siempre la Roma). La idea era que los pequeños terroristas vieran otra faceta de lo que se vive en la capital de este fuerte país, porque en días pasados vivieron la urgencia por llevar medicamentos y víveres de un día a otro, las condiciones de algunos inmuebles que están sostenidos por hilos invisibles y la poderosa unión de todos los Seres Humanos que se volcaron a las calles para ayudar en algo (por mínimo que fuera).

Al arribar al lugar, enclavado en una especie de sótano de la iglesia de San Jorge, nos recibió un cuarteto vocal que amenizaba la noche a los inquilinos con la última melodía de su programa. El ambiente se percibía sereno, con la densidad propia de la situación que nos convocaba a todos los presentes; sillas acomodadas en forma de auditorio, algunos niños sentados en las piernas de papá o mamá, tres o cuatro adultos mayores, colchones en el suelo con las sábanas y cobijas bien acomodadas, montones de ropa doblada en un costado del recinto, a un lado una generosa despensa y una mezcla de aromas de platillos recién preparados sobre una gran mesa decoraban el espacio para beneplácito de los presentes. Al terminar la intervención de los músicos, inmediatamente se anunció la hora de la cena, más de uno de los voluntarios que organizan ese lugar nos invitaron a sumarnos a la degustación; por pena, por respeto, por culpa, por no sé qué, agradecimos el gesto negándonos a probar bocado.

Al anunciar la razón de nuestra visita, la encargada del sitio nos informó que ya no podían recibir más cosas porque estaban saturados; el primer sentimiento del barbudo gruñón fue de molestia (el ego es difícil de controlar), luego fue de desilusión (la inmadurez también ataca sin avisar), para finalmente pasar a la resignación (la culpa la tiene la situación, que no deja a la estabilidad emocional salir de su escondite). La mujer, que portaba un chaleco de la Cruz Roja, nos explicó que prefería hablarnos con la verdad antes de recibir más cosas, que nos agradecía infinitamente la intención pero que era “francamente imposible” aceptar el donativo. Pero no sería tan fácil salir de ahí sin dejar algo, nos advirtió que de ahí no nos íbamos sin interactuar con los inquilinos, que los niños debían jugar un rato con sus iguales y que los adultos debíamos participar también. Así lo hicimos sin discutir, las dos crías de mono araña se sentaron en el suelo para jugar con los otros cachorros y se dispusieron a armar cosas raras con piezas de Lego mientras los otros dos anotábamos nuestros datos de contacto en una hoja de registro. La interacción en el santuario duró unos cuantos minutos, la cena fue bien recibida por los habitantes del lugar quienes se apresuraron a ingerir los sagrados alimentos.

En ese momento se acercó un hombre de baja estatura, cargaba una bolsa de tela que dejaba ver unas botas de casquillo y un casco de protección; llevaba el dedo índice izquierdo entablillado, unas gafas sobre la frente y una mochila de la Cruz Azul colgada al hombro. Su semblante era de cansancio. Le dijo a la mujer con la que platicábamos que ya se retiraba, que ya le andaba por ver a su familia. Ella le dijo que no, que cómo se sentía, que cómo seguía y que no podía darle la salida aún por su propia seguridad. Él le dijo que la encargada del lugar ya le había dado salida y que ya se iba a Puebla; que alguien le había dado cincuenta pesos y que se iba al metro San Lázaro para llegar a la Tapo. Ella trató de persuadirlo para que se quedara una noche más. Él no accedía. Ella le insistía. Él no quería. La mamá de los dos revoltosos, que ya jugaban solos con las piezas de Lego, también trataba de animarlo a que se quedara la noche y emprendiera el viaje a la mañana siguiente. Él no aceptó. Se acabó la discusión.

Los dos donadores rechazados se voltearon a ver, con la mirada que sólo los cómplices de años pueden comprender, el greñudo malhumorado soltó la frase, la mujer del jetón asintió. “Nosotros lo llevamos”. Punto final. Vámonos. Lo despidieron con todo cariño, a nosotros también; le agradecieron y lo bendijeron, a nosotros también; le desearon lo mejor de la vida, a nosotros también; lo despidieron como un héroe, a nosotros tampoco. Los niños (que estos días han madurado a velocidad vertiginosa), se pusieron de pie y todos nos dirigimos al auto. Abróchense los cinturones porque la crónica recién comienza…

Mauro Saúl Osorio Canella, de 33 años de edad, uno cuarenta y cinco de estatura, unos sesenta kilogramos de peso, tez morena, cabello negro casi a rape y estudiante del último semestre de Derecho en la Universidad de Puebla, vino desde Zacatlán de las Manzanas a la cedeemeequis a comprar un libro para sus últimas entregas de la carrera; lleg a ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽u libro nuevoórrerala Universidad de Puebla, vino a la cedeemeequis a comprar un libro para sus oteccios sagrados alimó a las seis de la mañana a la capital, se fue al Centro Histórico por su libro nuevo y le dio tiempo de ir a turistear por la Roma, paseaba por Álvaro Obregón para llegar al metro Insurgentes, eran las trece dieciséis horas con treinta y tres segundos del diecinueve de septiembre de dos mil diecisiete, la gente comenzó a salir de todos lados, la histeria corrió rápido, Mauro se movía con el mismo vaivén que la multitud y los autos y las construcciones, los gritos, los crujidos, el silencio, la alerta sísmica, los cláxones, los motores, los llantos, los rezos, los Dios mío, los nos, los por qué, las maldiciones, la ira debajo de la tierra lo flanquearon en esta ya de por sí perturbada ciudad; frente a él (y un centenar de impávidos seres) se venía abajo la construcción con el número dos ocho seis enorme en su fachada, el polvo se levantaba, el estruendo era desconocido hasta ese microsegundo, luego se volvería un ruido constante en su cabeza, lo único que recuerda es que ya estaba a un metro del derrumbe socorriendo a una mujer con un niño de nueve años en sus brazos, la mujer estaba tirada en el suelo con una trabe sobre ella, Mauro le quitó al niño, lo sentó en la banqueta y la jaló a ella con todas sus fuerzas para liberarla, la mujer le agradeció y le preguntó si le podía dar un abrazo, él accedió; luego volteó para arriba para ver el tamaño del desastre, se subió como pudo, hombres y mujeres hacían lo mismo, los gritos venían de todos lados, era imposible distinguir entre los gritos de ayuda, los de miedo, los de histeria y los de quienes querían ayudar; los pedazos de lo que antes era un edificio se movían sin orden, la gente empezó a escarbar entre ellos, el polvo no dejaba ver, luego salió alguien de ahí abajo, y alguien más le ayudó a bajar, luego llegó más gente a quitar piedras, luego salió alguien más con heridas, la sangre se pegaba con el polvo en la piel, los gritos no paraban, las sirenas, los llantos, todo era un ruido insesante, el sol caía más fuerte que los edificios, luego llegaron personas con cascos y palas y picos y arneses, luego se fue el sol, se oscureció, llegaron plantas de luz, los soldados, los rescatistas, los binomios, los japoneses, los españoles, los de no sabe dónde…

Mauro estuvo rescatando personas durante horas desde el martes diecinueve hasta el lunes veinticinco de septiembre, el último reporte que le dieron fue que estuvo treinta horas continuas moviendo piedras, nadando entre los escombros, introduciéndose por espacios reducidos, rescatando personas vivas, sacando cadáveres y retirando extremidades sin parar. Durante sus horas de descanso en esos siete días los Topos lo llevaban a Tlaltelolco para descansar junto con ellos, luego de vuelta al dos ocho seis de Álvaro Obregón para seguir “su trabajo”. En algún momento alguien le robó su libro, aquel por el que había venido a la capital, eso no importó, Mauro siguió entre los escombros con la esperanza de “sacar vivos”, a veces lo conseguía, a veces no, vio el horror, sintió la tristeza, esa que no se puede describir, las noches se volvieron pesadillas, los sobresaltos lo despertaban, pero él se aferró, siguió con sus manos en las piedras, alguien llegó con equipo, le dieron botas, casco, guantes, arneses, lámpara y pilas. Fue hasta que un oficial del Ejercito Mexicano le dijo que ya era suficiente, que ya no podía hacer más; hasta entonces (con un café, una torta y agua en sus manos) se enteró de que tenía el índice izquierdo fracturado, raspones en ambos brazos y las piernas hinchadas.

Deambuló por varios albergues, pero en el San Jorge se dejó y cayó rendido, deshidratado y agotado, los voluntarios del lugar lo llevaron al Centro Médico Dalinde, frente al albergue, lo hospitalizaron, lo atendieron perfectamente, salió el martes veintiséis y regresó al albergue, lo único que quería era regresar a Puebla y ver a su familia. Alguien le dio cincuenta pesos para que pudiera llegar a la Tapo.

En el camino nos contó los detalles, con la dureza de la gente del campo pero con la sensibilidad del Ser Humano que es, los chamacos escuchaban atentos el relato, la doña y el don preguntaban algunas cosas, Mauro respondía a todas las dudas, nos explicaba cómo se metía entre los escombros, cómo apuntalaban, cómo movían los escombros, cómo escarbaban, cómo llegaban hasta donde estaban las personas atrapadas, cómo esto, cómo aquello, cómo todo. Nos describió el horror de ver cuerpos mutilados, desmembrados, caras desfiguradas, también nos compartió la alegría de rescatar personas con vida, las bromas que les hacían cuando salían, los vítores de la multitud, la fuerza que le daba cada sobreviviente para seguir luchando por salvar la vida de más personas.

Cuando llegamos a la Tapo notamos la dificultad con la que Mauro se bajó del auto, aún con la ayuda del papá gruñón, sus piernas estaban lastimadas, doloridas. El mocoso menor ya estaba en manos de Morfeo (sin duda uno de sus mejores amigos), la mocosa mayor seguía con sus grandes ojos bien abiertos impactada por el relato. La mamá de los pollitos se apresuró a decir que ella lo acompañaba al interior de la terminal para que el energúmeno padre de los hobbits se hiciera cargo de ellos y del automóvil. Al llegar a la recepción de la terminal del ADO (como reza la canción en voz de Lora), el rescatista y la rescatista del rescatista preguntaron por el autobús a Zacatlán de las Manzanas… “Uy no, ya salió, se fue a las nueve” les dijo una de las vigilantes que se hacen cargo de la seguridad, la cara desencajada de Mauro fue más grande que la terminal de autobuses, la capital del país y la fuerza del terremoto juntas. La rescatista del rescatista no pudo con eso y con un “A ver, no, espérate, siéntate y déjame ver” imperativo (quien no conozca a esa mujer enfadada y/o determinada a conseguir algo no conoce el guomanpaguer de verdad). Rápido se dirigió a los encargados de la línea de autobuses, les informó quién era Mauro y a dónde tenía que llegar, la mandaron con el jefe en turno, él estaba cenando, la determinada mujer se plantó frente a él y con tres palabras le contó lo que ocurría, el empleado cambió el semblante y el tono, se mostró en absoluta disposición de ayudar, le indicó a la empoderada mujer los trámites que debía realizar para acreditar a Mauro como rescatista y ofrecerle un viaje sin costo, ella hizo todo a paso veloz, una llamada al San Jorge, una carrera a la fotocopiadora que estaba del otro lado de la terminal, una fotocopia de su credencial para votar, una pluma, los datos de Mauro sobre la fotocopia, una mirada penetrante y listo, el boleto para el camión directo a Zacatlán de las Manzanas (que aún no había salido) estaba en las manos de Mauro, quien recién terminaba (resignado) el itacate que le habían preparado los voluntarios del San Jorge.

Los rescatistas se despidieron con un afectuoso abrazo y, justo antes de que Mauro se enfilara hacia el anden, Wendy Sánchez (la rescatista) le pidió que le permitiera tomarle una foto, porque este hombre no podía irse sin dejar su mejor testimonio.

¡Gracias Mauro!

Ya.