Nota: Tome sus precauciones, este texto puede robarle varias horas de su
valioso tiempo.
Navidad Ocotlense
Cuenta la leyenda que desde hace mil años, no, menos,
como cinco mil, la familia de la mamá de los pollitos espera con ansias que
llegue diciembre para emprender la largada a tierras jaliciences y celebrar las
fiestas con los cosmopolitas oriundos de la hermosa metrópoli de Ocotlán. Bien,
pues este año no fue la excepción; luego de organizar cada detalle desde las primeras
horas del uno de enero, la fecha prometida llegó. Es preciso mencionar que los
preparativos para la celebración de la Navidad y la cena de fin de año
contemplan, obviamente, el menú, la mansión donde se llevará a cabo el magno
evento (aunque siempre es la misma), la asignación de cuartos para cada célula
familiar que asistirá al banquete, el tipo de licor que se servirá y la forma
en que la chilanguería arribará a la capital de los muebles. Es tradición,
también, que la abuela (materna) de los pollitos se vaya de avanzada, pues es a
la que más le comen las ansias desde por ahí de febrero, que es más o menos
cuando se regresa a la cedeemeequis.
Como en (me atrevo a decir) el noventa porciento de
las familias mexicanas, la negociación para pasar una fecha con un bando y la otra
con el otro, tuvo sus vicisitudes, pero al final se logró un buen acuerdo: este
año le tocó a la sucursal del Fray Bernardino ser digna de compartir la sagrada
cena de Navidad en el fantástico suelo ocotlense, para después ser testigos del
fin de año e inicio del nuevo en la contaminada chilangolandia. Pero el
universo no se la puso tan fácil a los cuatro orates del centro sur de la
ciudad, noooooo, el bendito destino les tenía preparada una sorpresiiiiiiita,
un topecito, un incidente tamaño la sangre de la abuela paterna marca
quinientos veinticinco miligramos de glucosa por decilitro y la presión
arterial indica ciento cincuenta/cincuenta. Lo bonito del asunto es que eso
ocurrió un día antes de la fecha programada para emprender el viaje al único
lugar en el mundo donde se puede producir tequila de verdad, el mismo día que
la hermosa mamá de los mocosos tenía la fiesta de fin de año de su lugar de
trabajo y que organizó (prácticamente sola) por meses, el mismo día que esa
misma mamá de los mocosos y el papá de los mismos monos cilindreros tenían
programada la entrega de un proyecto importante ahora que son empresarios (ah,
¿no les he contado eso?, bueno, se aguantan, a ver si luego les platico).
La cosa es que a las dos de la tarde el barbón
histérico estaba con su madre en el hospital esperando que los médicos hicieran
lo suyo y sacaran de la crisis a la abuela de los changos. La mamá estaba con
los primates en el salón de fiestas organizando los últimos detalles. El
hermano del papá de los hobbits se estaba enterando por guatsap de que su mamá
estaba en el nosocomio, la familia de ese hermano estaba en tierras
hidalguenses para pasar las fiestas con su otra familia que radica allá
(esperando al jefe de familia) y los ocotleneses pos… ni enterados. El tío
chico se hizo cargo de sus desconcertados sobrinos una vez que fue imposible
mantenerlos en la pachanga de la empresa de mamá. Para la noche llegó al
hospital el hermano del papá de los pollitos y se quedó ahí mientras el energúmeno
papá-natas iba al rescate de los enanos. Aquí resumiré todo fácilmente, pero
fue mucho más complicado aquel día: un hijo de la abuela que estaba en
urgencias se quedaría con ella, el otro se iría con su familia fuera de la
ciudad, cuando el segundo estuviera de regreso el primero se convertiría en el
viajero… ¿sí? ¿lo expliqué fácil? Bien, continuemos.
Para no aburrirlos más, supongamos que les conté
todos los detalles de cómo salió la abuela del hospital, cómo les fue al tío y
a los morros, cómo terminó la mamá de los demonios luego de su fiestota, cómo
fue la organización para llevar a cabo el viaje y cómo estuvo el camino de
siete horas hasta la latitud 20.4345 longitud -103.8631; dije supongamos porque
no se los voy a contar.
El recibimiento en el palacio ocotlense, como
siempre, inmejorable, desde el primer segundo nos hacen sentir queridos, nos
abrazan, nos saludan con sonrisas, nos regalan miradas de buenaondés, nos
brindan todo lo que hay… nos hacen sentir de lo mejor pues. Minutos después ya
todo eran risas y chistes y pedos y eructos y anécdotas y pormenores de lo que
había ocurrido en los últimos trecientos sesenta y cinco días. Para la noche ya
habíamos tragado como porcinos, los morros ya estaban empanizados y felices y el
acomodo en los cuartos ya estaba perfectamente designado por las organizadoras
del evento. Para el día siguiente las idas al supermercado, a la plaza, al
centro, a la tienda, a las vías del tren, al mercado y otra vez a las vías del
tren nos tenían molidos para las seis de la tarde, pero no había tiempo para
quejarse porque era Nochebuena y la cena comenzaría en poco tiempo. En lo que
nos bañábamos, nos disfrazábamos de gala y nos perfumábamos para estar
mínimamente presentables para los demás invitados, los suculentos aromas de los
deliciosos platillos en proceso bañaban el ambiente de toda la morada, la
música hacía su aparición en volumen bajo, algunos de los presentes ya brindaban
y las risas se escuchaban en cada conversación (lo cierto es que las risas en
esa casa nunca paran).
Entre pastas, carnes, frutas, harinas, variedad de
chiles picantes y abundantes botellas de alcohol destilado acompañadas de aguas
carbonatadas con sabores extraños (la plebe los conoce como refrescos), el
entorno se tornaba exquisito. Pero aunque todos estábamos hambrientos y
sosteníamos los cubiertos listos para la gran batalla, la instrucción de la
abue de los morros era “hasta las doce y después del brindis”, ni hablar, donde
manda capitán no gobierna marinero. En punto de las doce hicimos el brindis de
manera solemne, cada invitado con su copa de cristal cortado en mano la levantó
para desear paz, dicha y prosperidad a todos los presentes y al resto de la
humanidad. Entonces el abue de los locos peligrosos alzó la voz y solicitó la
atención del respetable para lanzar una serie de misivas cargadas de emociones
y sentimientos; en segundos la chilladera y los jalones de mocos se escucharon
por todo el recinto, los pañuelos de ceda ayudadan a secar las lágrimas y
contener los fluidos nasales de la conmovida burguesía. Minutos después el
mismo abue conminó a los oyentes a hacer lo propio, los invitó a soltar los
sentimientos y hacerlos públicos. La abuela correspondió a la petición y liberó
frases que conmovieron aún más a la multitud, se escuchaban vítores y porras a
lo lejos, retumbaban los tambores en el reino y los instrumentos de viento sonaban
por todo el castillo, la muchedumbre lanzaba consignas a favor del rey y la
reina y los fuegos artificiales… no… esperen… me emocioné un poco… estaba en
queeeeee… ah sí, las emotivas palabras de la abue hicieron chillar más a los
sensibles ocotlenses y a los sentimentales chilangos.
Le siguieron en el uso de la palaba la mamá de los
pollitos, los tíos chilangos y uno que otro ocotlense (todos más a fuerzas que
de ganas, argumentando que la chilladera no les dejaría hablar). Luego de
largos minutos, que se sintieron como unos segundos, los aventados que se
animaron a hablar terminaron sus participaciones para dar pie, al fin, a la
gran comilona digna de cualquier reino que se presuma decente.
Este que escribe no participó en los conmovedores,
emotivos, sentimentales, emocionantes y sensibles mensajes, y no porque no
quisiera o porque estuviera con los mocos hasta el suelo y las lágrimas
brotando como fuentes públicas, no, sino porque pensó que era un momento
absolutamente privado entre un núcleo familiar que tiene una historia detrás
con grandes acontecimientos y con fuertes y estrechos lazos, no quiso ser un
intruso y prefirió que cruzaran sus andanadas de amor entre ellos; además, éste
pseudonarrador es mejor escribiendo que hablando. Por eso aprovecho este
espacio para decir lo que el abue de los chamacos solicitó.
Alzando la copa de cristal cortado que me prestaron
en aquella mansión y dando un breve sorbo a la fina champagne que contenía, me
permito verborrear lo siguiente:
A los ocotlenses es fácil quererlos, porque así son
ellos. Los conocí hace ocho años, casualmente, en la Ciudad de México, cuando
la loca peligrosa fue bautizada (debo aclarar que fue decisión exclusiva de la
mamá) y festejaba su primer año de vida fuera de la panza de su hermosa madre.
Aunque en aquella ocasión despreciaron mi invitación a pasar la noche en casa
del barbón (que aún compartía departamento con otro fulano), se dieron a querer
fácil, me aceptaron cariñosamente en su círculo y me adoptaron como parte de la
familia. Un año más tarde yo visitaba por primera vez sus terrunios. Siempre
bien recibido, siempre procurado, siempre terminando con dolor de panza por
tanta comida y por las carcajadas continuas. En una ocasión no fue posible
estar con ellos para los festejos de Año Nuevo porque mi padre pasaba sus
últimos días en este plano; solidaria conmigo, mi bella esposa se quedó para
hacerme compañía con una panza de tres meses de embarazo y una cachorra de tres
años. Al otro año estuvimos ahí y, aunque mi mente y mis sentimientos estaban
divididos, ellos me hicieron olvidar todo la mayor parte del tiempo, sin
pensarlo, sin esforzarse, sin proponérselo, porque así son ellos; así es cada
año. Esta vez fue lo mismo, aunque mi mente y espíritu estaban con mi madre y
mi hermano en la capital del país, los ocotlenses me hicieron olvidarlo y vivir
el momento sólo ahí, porque así son ellos. Les agradezco todo, siempre, porque
lo hacen sin esfuerzo, lo hacen de forma tan natural, tan auténtica, tan
espontánea, tan real, tan sincera que es imposible resistirse, porque así son
ellos.
La familia chilanga de los ocotlenses es igual, me han
llenado de cariño y apapacho desde siempre, pero estas crónicas no son para
ellos, as í que ni modo, que se aguanten, luego les
escribo algo.
La cosa es que el banquete fue, también, como todos
los años: abundante, suculento y atascado de risas. Luego de la comilona llegó
el momento de la cantada y ahí fue la demencia absoluta, bastaron dos segundos
para que la más grande de los hermanos ocotlenses rompiera la noche con sus
finas, delicadas y tersas notas provenientes de su esbelto cuerpo; si se puede
describir el momento diría que fue un híbrido entre la Chilindrina, María de
Todos los Santos, la Tigresa del Oriente y cualquier participante de cualquier
reality barato de cantarines aficionados. Las próximas cuatro horas fueron de carcajeos
incontrolables que a más de uno le provocaron lágrimas de dolor, calambres en
las mandíbulas, espasmos musculares en el abdomen y gotas de orín
involuntarias.
Para terminar, es preciso mencionar que el morro del
dedo cortado y fracturado (que por cierto ya fue dado de alta por el
especialista y no requirió de un solo día de terapia de rehabilitación), tiene
un karma muy extraño con el tren que cruza la urbe jaliciense en cuestión, pues
de los cuatro años que lleva visitando dicha población no lo ha visto ni una
sola vez en movimiento, lo más que ha logrado vislumbrar es el último vagón
luego de salir echo madre con su mamá y su papá al escuchar el silbido de la
locomotora. El veinticuatro de diciembre fuimos un par de veces a esperar al
mentado convoy, pasamos casi hora y media en las vías sin tener suerte, pero
eso sí, el veinticinco pasó cuatro veces el bendito tren, pero el morro estaba
suficientemente decepcionado como para intentar salir corriendo otra vez, la
esperanza murió para él este año, aunque para el próximo revivirá con mas
fuerza, estamos seguros.
Mientras tanto, la morra que ya cursa los nueve años
la pasó bomba como todas las veces, a ella no le importa el tren, ni las vías
ni nada, sólo va al reventón y a ser apapachada por todos, lo tiene muy claro.
Y ya mejor me detengo aquí porque si no esto se
convertirá en un texto que necesitará capítulos y hasta volúmenes.
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Bai.