CRÓNICAS
Los
héroes no anónimos
Miércoles
27 de septiembre de 2017. Ocho días después del sismo. Luego de respirar un
poco en estos días donde el aire a veces no pasa, sacudirnos algunos pesares y
sacar uno que otro sentimiento atorado; la morra, el morro, la mamá de los
morros y el papá de los morros nos dimos a la tarea de localizar algún albergue
para donar juguetes y ropa a las familias que los habitan temporalmente. Las
donaciones ya las teníamos en bolsas desde el fin de semana (gracias a las manos
santas de los dos jijos de su hermosa madre y a las de esa bella mujer). El
canal de Zello (bendito Zello) “Alberges 2017” nos proporcionó datos valiosos
sobre los lugares que están recibiendo ese tipo de apoyo; la doña habló a tres
de ellos y finalmente decidimos por el “San Jorge” ubicado en Tuxpan 30 de la
colonia Roma (tan lastimada la Roma, siempre la Roma). La idea era que los
pequeños terroristas vieran otra faceta de lo que se vive en la capital de este
fuerte país, porque en días pasados vivieron la urgencia por llevar
medicamentos y víveres de un día a otro, las condiciones de algunos inmuebles
que están sostenidos por hilos invisibles y la poderosa unión de todos los
Seres Humanos que se volcaron a las calles para ayudar en algo (por mínimo que
fuera).
Al
arribar al lugar, enclavado en una especie de sótano de la iglesia de San
Jorge, nos recibió un cuarteto vocal que amenizaba la noche a los inquilinos
con la última melodía de su programa. El ambiente se percibía sereno, con la
densidad propia de la situación que nos convocaba a todos los presentes; sillas
acomodadas en forma de auditorio, algunos niños sentados en las piernas de papá
o mamá, tres o cuatro adultos mayores, colchones en el suelo con las sábanas y
cobijas bien acomodadas, montones de ropa doblada en un costado del recinto, a
un lado una generosa despensa y una mezcla de aromas de platillos recién
preparados sobre una gran mesa decoraban el espacio para beneplácito de los
presentes. Al terminar la intervención de los músicos, inmediatamente se
anunció la hora de la cena, más de uno de los voluntarios que organizan ese
lugar nos invitaron a sumarnos a la degustación; por pena, por respeto, por
culpa, por no sé qué, agradecimos el gesto negándonos a probar bocado.
Al
anunciar la razón de nuestra visita, la encargada del sitio nos informó que ya
no podían recibir más cosas porque estaban saturados; el primer sentimiento del
barbudo gruñón fue de molestia (el ego es difícil de controlar), luego fue de
desilusión (la inmadurez también ataca sin avisar), para finalmente pasar a la
resignación (la culpa la tiene la situación, que no deja a la estabilidad
emocional salir de su escondite). La mujer, que portaba un chaleco de la Cruz
Roja, nos explicó que prefería hablarnos con la verdad antes de recibir más
cosas, que nos agradecía infinitamente la intención pero que era “francamente
imposible” aceptar el donativo. Pero no sería tan fácil salir de ahí sin dejar
algo, nos advirtió que de ahí no nos íbamos sin interactuar con los inquilinos,
que los niños debían jugar un rato con sus iguales y que los adultos debíamos
participar también. Así lo hicimos sin discutir, las dos crías de mono araña se
sentaron en el suelo para jugar con los otros cachorros y se dispusieron a
armar cosas raras con piezas de Lego mientras los otros dos anotábamos nuestros
datos de contacto en una hoja de registro. La interacción en el santuario duró
unos cuantos minutos, la cena fue bien recibida por los habitantes del lugar
quienes se apresuraron a ingerir los sagrados alimentos.
En
ese momento se acercó un hombre de baja estatura, cargaba una bolsa de tela que
dejaba ver unas botas de casquillo y un casco de protección; llevaba el dedo
índice izquierdo entablillado, unas gafas sobre la frente y una mochila de la
Cruz Azul colgada al hombro. Su semblante era de cansancio. Le dijo a la mujer
con la que platicábamos que ya se retiraba, que ya le andaba por ver a su
familia. Ella le dijo que no, que cómo se sentía, que cómo seguía y que no
podía darle la salida aún por su propia seguridad. Él le dijo que la encargada
del lugar ya le había dado salida y que ya se iba a Puebla; que alguien le
había dado cincuenta pesos y que se iba al metro San Lázaro para llegar a la
Tapo. Ella trató de persuadirlo para que se quedara una noche más. Él no
accedía. Ella le insistía. Él no quería. La mamá de los dos revoltosos, que ya
jugaban solos con las piezas de Lego, también trataba de animarlo a que se
quedara la noche y emprendiera el viaje a la mañana siguiente. Él no aceptó. Se
acabó la discusión.
Los dos
donadores rechazados se voltearon a ver, con la mirada que sólo los cómplices
de años pueden comprender, el greñudo malhumorado soltó la frase, la mujer del
jetón asintió. “Nosotros lo llevamos”. Punto final. Vámonos. Lo despidieron con
todo cariño, a nosotros también; le agradecieron y lo bendijeron, a nosotros
también; le desearon lo mejor de la vida, a nosotros también; lo despidieron
como un héroe, a nosotros tampoco. Los niños (que estos días han madurado a
velocidad vertiginosa), se pusieron de pie y todos nos dirigimos al auto.
Abróchense los cinturones porque la crónica recién comienza…
Mauro
Saúl Osorio Canella, de 33 años de edad, uno cuarenta y cinco de estatura, unos
sesenta kilogramos de peso, tez morena, cabello negro casi a rape y estudiante
del último semestre de Derecho en la Universidad de Puebla, vino desde Zacatlán
de las Manzanas a la cedeemeequis a comprar un libro para sus últimas entregas
de la carrera; lleg a ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽u libro
nuevoórrerala Universidad de Puebla, vino a la cedeemeequis a comprar un libro
para sus oteccios sagrados alimó a las seis de la mañana a la capital,
se fue al Centro Histórico por su libro nuevo y le dio tiempo de ir a turistear
por la Roma, paseaba por Álvaro Obregón para llegar al metro Insurgentes, eran
las trece dieciséis horas con treinta y tres segundos del diecinueve de
septiembre de dos mil diecisiete, la gente comenzó a salir de todos lados, la
histeria corrió rápido, Mauro se movía con el mismo vaivén que la multitud y
los autos y las construcciones, los gritos, los crujidos, el silencio, la
alerta sísmica, los cláxones, los motores, los llantos, los rezos, los Dios
mío, los nos, los por qué, las maldiciones, la ira debajo de la tierra lo
flanquearon en esta ya de por sí perturbada ciudad; frente a él (y un centenar
de impávidos seres) se venía abajo la construcción con el número dos ocho seis enorme
en su fachada, el polvo se levantaba, el estruendo era desconocido hasta ese
microsegundo, luego se volvería un ruido constante en su cabeza, lo único que
recuerda es que ya estaba a un metro del derrumbe socorriendo a una mujer con
un niño de nueve años en sus brazos, la mujer estaba tirada en el suelo con una
trabe sobre ella, Mauro le quitó al niño, lo sentó en la banqueta y la jaló a
ella con todas sus fuerzas para liberarla, la mujer le agradeció y le preguntó
si le podía dar un abrazo, él accedió; luego volteó para arriba para ver el
tamaño del desastre, se subió como pudo, hombres y mujeres hacían lo mismo, los
gritos venían de todos lados, era imposible distinguir entre los gritos de
ayuda, los de miedo, los de histeria y los de quienes querían ayudar; los
pedazos de lo que antes era un edificio se movían sin orden, la gente empezó a
escarbar entre ellos, el polvo no dejaba ver, luego salió alguien de ahí abajo,
y alguien más le ayudó a bajar, luego llegó más gente a quitar piedras, luego
salió alguien más con heridas, la sangre se pegaba con el polvo en la piel, los
gritos no paraban, las sirenas, los llantos, todo era un ruido insesante, el
sol caía más fuerte que los edificios, luego llegaron personas con cascos y
palas y picos y arneses, luego se fue el sol, se oscureció, llegaron plantas de
luz, los soldados, los rescatistas, los binomios, los japoneses, los españoles,
los de no sabe dónde…
Mauro
estuvo rescatando personas durante horas desde el martes diecinueve hasta el
lunes veinticinco de septiembre, el último reporte que le dieron fue que estuvo
treinta horas continuas moviendo piedras, nadando entre los escombros,
introduciéndose por espacios reducidos, rescatando personas vivas, sacando
cadáveres y retirando extremidades sin parar. Durante sus horas de descanso en
esos siete días los Topos lo llevaban a Tlaltelolco para descansar junto con
ellos, luego de vuelta al dos ocho seis de Álvaro Obregón para seguir “su
trabajo”. En algún momento alguien le robó su libro, aquel por el que había
venido a la capital, eso no importó, Mauro siguió entre los escombros con la
esperanza de “sacar vivos”, a veces lo conseguía, a veces no, vio el horror,
sintió la tristeza, esa que no se puede describir, las noches se volvieron
pesadillas, los sobresaltos lo despertaban, pero él se aferró, siguió con sus
manos en las piedras, alguien llegó con equipo, le dieron botas, casco,
guantes, arneses, lámpara y pilas. Fue hasta que un oficial del Ejercito
Mexicano le dijo que ya era suficiente, que ya no podía hacer más; hasta
entonces (con un café, una torta y agua en sus manos) se enteró de que tenía el
índice izquierdo fracturado, raspones en ambos brazos y las piernas hinchadas.
Deambuló
por varios albergues, pero en el San Jorge se dejó y cayó rendido, deshidratado
y agotado, los voluntarios del lugar lo llevaron al Centro Médico Dalinde,
frente al albergue, lo hospitalizaron, lo atendieron perfectamente, salió el
martes veintiséis y regresó al albergue, lo único que quería era regresar a
Puebla y ver a su familia. Alguien le dio cincuenta pesos para que pudiera
llegar a la Tapo.
En
el camino nos contó los detalles, con la dureza de la gente del campo pero con
la sensibilidad del Ser Humano que es, los chamacos escuchaban atentos el
relato, la doña y el don preguntaban algunas cosas, Mauro respondía a todas las
dudas, nos explicaba cómo se metía entre los escombros, cómo apuntalaban, cómo
movían los escombros, cómo escarbaban, cómo llegaban hasta donde estaban las
personas atrapadas, cómo esto, cómo aquello, cómo todo. Nos describió el horror
de ver cuerpos mutilados, desmembrados, caras desfiguradas, también nos
compartió la alegría de rescatar personas con vida, las bromas que les hacían
cuando salían, los vítores de la multitud, la fuerza que le daba cada
sobreviviente para seguir luchando por salvar la vida de más personas.
Cuando
llegamos a la Tapo notamos la dificultad con la que Mauro se bajó del auto, aún
con la ayuda del papá gruñón, sus piernas estaban lastimadas, doloridas. El
mocoso menor ya estaba en manos de Morfeo (sin duda uno de sus mejores amigos),
la mocosa mayor seguía con sus grandes ojos bien abiertos impactada por el
relato. La mamá de los pollitos se apresuró a decir que ella lo acompañaba al
interior de la terminal para que el energúmeno padre de los hobbits se hiciera
cargo de ellos y del automóvil. Al llegar a la recepción de la terminal del ADO
(como reza la canción en voz de Lora), el rescatista y la rescatista del
rescatista preguntaron por el autobús a Zacatlán de las Manzanas… “Uy no, ya
salió, se fue a las nueve” les dijo una de las vigilantes que se hacen cargo de
la seguridad, la cara desencajada de Mauro fue más grande que la terminal de
autobuses, la capital del país y la fuerza del terremoto juntas. La rescatista
del rescatista no pudo con eso y con un “A ver, no, espérate, siéntate y déjame
ver” imperativo (quien no conozca a esa mujer enfadada y/o determinada a
conseguir algo no conoce el guomanpaguer de verdad). Rápido se dirigió a los
encargados de la línea de autobuses, les informó quién era Mauro y a dónde
tenía que llegar, la mandaron con el jefe en turno, él estaba cenando, la
determinada mujer se plantó frente a él y con tres palabras le contó lo que
ocurría, el empleado cambió el semblante y el tono, se mostró en absoluta
disposición de ayudar, le indicó a la empoderada mujer los trámites que debía realizar
para acreditar a Mauro como rescatista y ofrecerle un viaje sin costo, ella
hizo todo a paso veloz, una llamada al San Jorge, una carrera a la
fotocopiadora que estaba del otro lado de la terminal, una fotocopia de su
credencial para votar, una pluma, los datos de Mauro sobre la fotocopia, una
mirada penetrante y listo, el boleto para el camión directo a Zacatlán de las
Manzanas (que aún no había salido) estaba en las manos de Mauro, quien recién
terminaba (resignado) el itacate que le habían preparado los voluntarios del
San Jorge.
Los
rescatistas se despidieron con un afectuoso abrazo y, justo antes de que Mauro se
enfilara hacia el anden, Wendy Sánchez (la rescatista) le pidió que le
permitiera tomarle una foto, porque este hombre no podía irse sin dejar su
mejor testimonio.
¡Gracias Mauro!