jueves, septiembre 28, 2017

Los héroes no anónimos

CRÓNICAS

Los héroes no anónimos

Miércoles 27 de septiembre de 2017. Ocho días después del sismo. Luego de respirar un poco en estos días donde el aire a veces no pasa, sacudirnos algunos pesares y sacar uno que otro sentimiento atorado; la morra, el morro, la mamá de los morros y el papá de los morros nos dimos a la tarea de localizar algún albergue para donar juguetes y ropa a las familias que los habitan temporalmente. Las donaciones ya las teníamos en bolsas desde el fin de semana (gracias a las manos santas de los dos jijos de su hermosa madre y a las de esa bella mujer). El canal de Zello (bendito Zello) “Alberges 2017” nos proporcionó datos valiosos sobre los lugares que están recibiendo ese tipo de apoyo; la doña habló a tres de ellos y finalmente decidimos por el “San Jorge” ubicado en Tuxpan 30 de la colonia Roma (tan lastimada la Roma, siempre la Roma). La idea era que los pequeños terroristas vieran otra faceta de lo que se vive en la capital de este fuerte país, porque en días pasados vivieron la urgencia por llevar medicamentos y víveres de un día a otro, las condiciones de algunos inmuebles que están sostenidos por hilos invisibles y la poderosa unión de todos los Seres Humanos que se volcaron a las calles para ayudar en algo (por mínimo que fuera).

Al arribar al lugar, enclavado en una especie de sótano de la iglesia de San Jorge, nos recibió un cuarteto vocal que amenizaba la noche a los inquilinos con la última melodía de su programa. El ambiente se percibía sereno, con la densidad propia de la situación que nos convocaba a todos los presentes; sillas acomodadas en forma de auditorio, algunos niños sentados en las piernas de papá o mamá, tres o cuatro adultos mayores, colchones en el suelo con las sábanas y cobijas bien acomodadas, montones de ropa doblada en un costado del recinto, a un lado una generosa despensa y una mezcla de aromas de platillos recién preparados sobre una gran mesa decoraban el espacio para beneplácito de los presentes. Al terminar la intervención de los músicos, inmediatamente se anunció la hora de la cena, más de uno de los voluntarios que organizan ese lugar nos invitaron a sumarnos a la degustación; por pena, por respeto, por culpa, por no sé qué, agradecimos el gesto negándonos a probar bocado.

Al anunciar la razón de nuestra visita, la encargada del sitio nos informó que ya no podían recibir más cosas porque estaban saturados; el primer sentimiento del barbudo gruñón fue de molestia (el ego es difícil de controlar), luego fue de desilusión (la inmadurez también ataca sin avisar), para finalmente pasar a la resignación (la culpa la tiene la situación, que no deja a la estabilidad emocional salir de su escondite). La mujer, que portaba un chaleco de la Cruz Roja, nos explicó que prefería hablarnos con la verdad antes de recibir más cosas, que nos agradecía infinitamente la intención pero que era “francamente imposible” aceptar el donativo. Pero no sería tan fácil salir de ahí sin dejar algo, nos advirtió que de ahí no nos íbamos sin interactuar con los inquilinos, que los niños debían jugar un rato con sus iguales y que los adultos debíamos participar también. Así lo hicimos sin discutir, las dos crías de mono araña se sentaron en el suelo para jugar con los otros cachorros y se dispusieron a armar cosas raras con piezas de Lego mientras los otros dos anotábamos nuestros datos de contacto en una hoja de registro. La interacción en el santuario duró unos cuantos minutos, la cena fue bien recibida por los habitantes del lugar quienes se apresuraron a ingerir los sagrados alimentos.

En ese momento se acercó un hombre de baja estatura, cargaba una bolsa de tela que dejaba ver unas botas de casquillo y un casco de protección; llevaba el dedo índice izquierdo entablillado, unas gafas sobre la frente y una mochila de la Cruz Azul colgada al hombro. Su semblante era de cansancio. Le dijo a la mujer con la que platicábamos que ya se retiraba, que ya le andaba por ver a su familia. Ella le dijo que no, que cómo se sentía, que cómo seguía y que no podía darle la salida aún por su propia seguridad. Él le dijo que la encargada del lugar ya le había dado salida y que ya se iba a Puebla; que alguien le había dado cincuenta pesos y que se iba al metro San Lázaro para llegar a la Tapo. Ella trató de persuadirlo para que se quedara una noche más. Él no accedía. Ella le insistía. Él no quería. La mamá de los dos revoltosos, que ya jugaban solos con las piezas de Lego, también trataba de animarlo a que se quedara la noche y emprendiera el viaje a la mañana siguiente. Él no aceptó. Se acabó la discusión.

Los dos donadores rechazados se voltearon a ver, con la mirada que sólo los cómplices de años pueden comprender, el greñudo malhumorado soltó la frase, la mujer del jetón asintió. “Nosotros lo llevamos”. Punto final. Vámonos. Lo despidieron con todo cariño, a nosotros también; le agradecieron y lo bendijeron, a nosotros también; le desearon lo mejor de la vida, a nosotros también; lo despidieron como un héroe, a nosotros tampoco. Los niños (que estos días han madurado a velocidad vertiginosa), se pusieron de pie y todos nos dirigimos al auto. Abróchense los cinturones porque la crónica recién comienza…

Mauro Saúl Osorio Canella, de 33 años de edad, uno cuarenta y cinco de estatura, unos sesenta kilogramos de peso, tez morena, cabello negro casi a rape y estudiante del último semestre de Derecho en la Universidad de Puebla, vino desde Zacatlán de las Manzanas a la cedeemeequis a comprar un libro para sus últimas entregas de la carrera; lleg a ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽u libro nuevoórrerala Universidad de Puebla, vino a la cedeemeequis a comprar un libro para sus oteccios sagrados alimó a las seis de la mañana a la capital, se fue al Centro Histórico por su libro nuevo y le dio tiempo de ir a turistear por la Roma, paseaba por Álvaro Obregón para llegar al metro Insurgentes, eran las trece dieciséis horas con treinta y tres segundos del diecinueve de septiembre de dos mil diecisiete, la gente comenzó a salir de todos lados, la histeria corrió rápido, Mauro se movía con el mismo vaivén que la multitud y los autos y las construcciones, los gritos, los crujidos, el silencio, la alerta sísmica, los cláxones, los motores, los llantos, los rezos, los Dios mío, los nos, los por qué, las maldiciones, la ira debajo de la tierra lo flanquearon en esta ya de por sí perturbada ciudad; frente a él (y un centenar de impávidos seres) se venía abajo la construcción con el número dos ocho seis enorme en su fachada, el polvo se levantaba, el estruendo era desconocido hasta ese microsegundo, luego se volvería un ruido constante en su cabeza, lo único que recuerda es que ya estaba a un metro del derrumbe socorriendo a una mujer con un niño de nueve años en sus brazos, la mujer estaba tirada en el suelo con una trabe sobre ella, Mauro le quitó al niño, lo sentó en la banqueta y la jaló a ella con todas sus fuerzas para liberarla, la mujer le agradeció y le preguntó si le podía dar un abrazo, él accedió; luego volteó para arriba para ver el tamaño del desastre, se subió como pudo, hombres y mujeres hacían lo mismo, los gritos venían de todos lados, era imposible distinguir entre los gritos de ayuda, los de miedo, los de histeria y los de quienes querían ayudar; los pedazos de lo que antes era un edificio se movían sin orden, la gente empezó a escarbar entre ellos, el polvo no dejaba ver, luego salió alguien de ahí abajo, y alguien más le ayudó a bajar, luego llegó más gente a quitar piedras, luego salió alguien más con heridas, la sangre se pegaba con el polvo en la piel, los gritos no paraban, las sirenas, los llantos, todo era un ruido insesante, el sol caía más fuerte que los edificios, luego llegaron personas con cascos y palas y picos y arneses, luego se fue el sol, se oscureció, llegaron plantas de luz, los soldados, los rescatistas, los binomios, los japoneses, los españoles, los de no sabe dónde…

Mauro estuvo rescatando personas durante horas desde el martes diecinueve hasta el lunes veinticinco de septiembre, el último reporte que le dieron fue que estuvo treinta horas continuas moviendo piedras, nadando entre los escombros, introduciéndose por espacios reducidos, rescatando personas vivas, sacando cadáveres y retirando extremidades sin parar. Durante sus horas de descanso en esos siete días los Topos lo llevaban a Tlaltelolco para descansar junto con ellos, luego de vuelta al dos ocho seis de Álvaro Obregón para seguir “su trabajo”. En algún momento alguien le robó su libro, aquel por el que había venido a la capital, eso no importó, Mauro siguió entre los escombros con la esperanza de “sacar vivos”, a veces lo conseguía, a veces no, vio el horror, sintió la tristeza, esa que no se puede describir, las noches se volvieron pesadillas, los sobresaltos lo despertaban, pero él se aferró, siguió con sus manos en las piedras, alguien llegó con equipo, le dieron botas, casco, guantes, arneses, lámpara y pilas. Fue hasta que un oficial del Ejercito Mexicano le dijo que ya era suficiente, que ya no podía hacer más; hasta entonces (con un café, una torta y agua en sus manos) se enteró de que tenía el índice izquierdo fracturado, raspones en ambos brazos y las piernas hinchadas.

Deambuló por varios albergues, pero en el San Jorge se dejó y cayó rendido, deshidratado y agotado, los voluntarios del lugar lo llevaron al Centro Médico Dalinde, frente al albergue, lo hospitalizaron, lo atendieron perfectamente, salió el martes veintiséis y regresó al albergue, lo único que quería era regresar a Puebla y ver a su familia. Alguien le dio cincuenta pesos para que pudiera llegar a la Tapo.

En el camino nos contó los detalles, con la dureza de la gente del campo pero con la sensibilidad del Ser Humano que es, los chamacos escuchaban atentos el relato, la doña y el don preguntaban algunas cosas, Mauro respondía a todas las dudas, nos explicaba cómo se metía entre los escombros, cómo apuntalaban, cómo movían los escombros, cómo escarbaban, cómo llegaban hasta donde estaban las personas atrapadas, cómo esto, cómo aquello, cómo todo. Nos describió el horror de ver cuerpos mutilados, desmembrados, caras desfiguradas, también nos compartió la alegría de rescatar personas con vida, las bromas que les hacían cuando salían, los vítores de la multitud, la fuerza que le daba cada sobreviviente para seguir luchando por salvar la vida de más personas.

Cuando llegamos a la Tapo notamos la dificultad con la que Mauro se bajó del auto, aún con la ayuda del papá gruñón, sus piernas estaban lastimadas, doloridas. El mocoso menor ya estaba en manos de Morfeo (sin duda uno de sus mejores amigos), la mocosa mayor seguía con sus grandes ojos bien abiertos impactada por el relato. La mamá de los pollitos se apresuró a decir que ella lo acompañaba al interior de la terminal para que el energúmeno padre de los hobbits se hiciera cargo de ellos y del automóvil. Al llegar a la recepción de la terminal del ADO (como reza la canción en voz de Lora), el rescatista y la rescatista del rescatista preguntaron por el autobús a Zacatlán de las Manzanas… “Uy no, ya salió, se fue a las nueve” les dijo una de las vigilantes que se hacen cargo de la seguridad, la cara desencajada de Mauro fue más grande que la terminal de autobuses, la capital del país y la fuerza del terremoto juntas. La rescatista del rescatista no pudo con eso y con un “A ver, no, espérate, siéntate y déjame ver” imperativo (quien no conozca a esa mujer enfadada y/o determinada a conseguir algo no conoce el guomanpaguer de verdad). Rápido se dirigió a los encargados de la línea de autobuses, les informó quién era Mauro y a dónde tenía que llegar, la mandaron con el jefe en turno, él estaba cenando, la determinada mujer se plantó frente a él y con tres palabras le contó lo que ocurría, el empleado cambió el semblante y el tono, se mostró en absoluta disposición de ayudar, le indicó a la empoderada mujer los trámites que debía realizar para acreditar a Mauro como rescatista y ofrecerle un viaje sin costo, ella hizo todo a paso veloz, una llamada al San Jorge, una carrera a la fotocopiadora que estaba del otro lado de la terminal, una fotocopia de su credencial para votar, una pluma, los datos de Mauro sobre la fotocopia, una mirada penetrante y listo, el boleto para el camión directo a Zacatlán de las Manzanas (que aún no había salido) estaba en las manos de Mauro, quien recién terminaba (resignado) el itacate que le habían preparado los voluntarios del San Jorge.

Los rescatistas se despidieron con un afectuoso abrazo y, justo antes de que Mauro se enfilara hacia el anden, Wendy Sánchez (la rescatista) le pidió que le permitiera tomarle una foto, porque este hombre no podía irse sin dejar su mejor testimonio.

¡Gracias Mauro!

Ya.